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Relato presentado a Concurso de historias de superación de Zenda e Iberdrola

ELLA

Ella estaba caminando por la playa en un día en el que el sol no podía estar más brillante, el cielo azul, la arena tan limpia y el mar tranquilo. Lo único gris lo llevaba ella en su pensamiento, atrapada en madejas de ira que con las de rencor formaban una red de la que no había podido salir por el momento. Necesitaba un agujero por donde escapar, no necesitaba que fuese grande, requería además una oportunidad y sola iba a ser difícil.

Ese contraste entre ella y el escenario ofrecía esa oportunidad, pero estaba cerrada en la rabia contenida que parecía explotar por momentos. En uno de ellos, el plácido volar de un grupo de pelícanos sobre el ras del mar consiguió aplacarla; en otro, una gran palmera medio caída sobre la playa la invitó a echarse sobre la arena bajo su sombra, cerca del agua para sentir un efecto que la transportaría más tarde a su infancia.

Ahí encontraría la respuesta y la red se rompería no sólo en un agujero; se abrió soltándola libre corriendo por el campo de sus abuelos, donde se dejaba llevar por los animales de la granja que corrían delante de ella, y donde los olores y fragancias naturales en el aire abrían sus pulmones para cuando fuese mayor.

El tacto del agua del mar en sus pies la despertó, justo cuando con sus pequeñas manos tocaba el agua del manantial, que regaba aquellos campos que sus abuelos y los de ellos trabajaron de sol a sol para alimentar también esperanzas.

Tenía que volver a ese lugar, al que debía rescatar del abandono al que su padre forzadamente lo había llevado y donde debía sembrar semillas de pan y de esperanza, para revertir con ello su futuro y el de ella.

Invertiría casi todos sus ahorros y la pequeña granja renacería ofreciéndola lo básico para sus necesidades fisiológicas, no importaba que tuviese que vender el otro patrimonio que su abuelo ya le había dejado con anterioridad. Así salvaría la granja donde había vivido de niña escenas inolvidables, y donde podría cuidar de su padre en un ambiente donde las únicas barreras serían de nuevo el aire limpio, la luz radiante del sol, los aromas naturales y el agua aún cristalina del manantial, que aún sobrevivía inexplicablemente a mil batallas contra el cemento y el asfalto de los alrededores.

Su padre escucharía desde su sillón ergonómico las historias que su hija había aprendido del abuelo, mientras la sostenía en sus duras piernas curtidas por el trabajo del campo. Ella las recordaba una a una, su memoria las había guardado de tal manera que afloraban tal cual las había escuchado. De esa forma su padre seguiría guardando por años el recuerdo de su amada esposa, a la que ella no había podido conocer pues había dado su vida por la de su hija, cosa que él nunca supo comprender del todo.

Habían pasado los años donde ella había crecido más de la mano de los abuelos, hasta que la abuela sucumbió a una rápida enfermedad y su abuelo se encerraría en la de la soledad. Su padre seguía arrastrando la culpabilidad ajena por la muerte de su esposa sin reparar demasiado en el crecimiento de su hija, que se había dejado guiar cuando alcanzó la pubertad por la independencia con mayúsculas. Generaciones encontradas con el sabor agridulce del menú, único, preparado y adulterado con el que había que alimentarse.

Ella enterró ayer a su abuelo y seguirá llenando el depósito de la silla de ruedas de su padre, para darle vida con la energía de las decenas de historias vibrantes contadas por sus antepasados, y a las que su abuelo supo aderezar con toques mágicos. Hoy flaqueó enfrente del mar, ese que su abuelo nunca vio pero al que él llamó para que la empujara hacia adelante.

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